Esta entrada tiene más de tres años; procede de mi anterior blog, ya muerto. Pero lo he elegido para inaugurar el nuevo porque, como suele decirse en la redes, "da igual cuando lo leas": era actual hace veinte años, y me temo que seguirá siéndolo durante mucho tiempo.
Cuando fui padre primerizo -de esto hace casi 30 años- caí, como la mayoría de los de padres y madres en esa condición, en el error de comprar todas la revistas sobre embarazos, partos y primeros años del bebé. Como acompañamiento simpático a las emociones de la paternidad y la maternidad tiene su explicación, pero ahí acaba su recorrido. Pronto, uno cae en la cuenta de que esas revistas sólo dicen obviedades, mientras que para los asuntos más complejos remiten sistemáticamente al experto: tocólogo, matrona, pediatra o psicólogo. Así que, los padres inexpertos que abandonan estas revistas por insulsas, enseguida se pasan a la bibliografía “experta”: los libros que han sido éxitos de ventas en los últimos tiempos. Pero su desesperación llega cuando cada experto evidencia que su pertenencia a una escuela “permisiva” le pone en contradicción con el otro “experto” de una escuela más severa, o cuando percibe los vaivenes de las modas en lo referente a aquello que tanto le interesa: el buen desarrollo de su bebé. Y así , hasta que los padres primerizos se dejan guiar por su instinto y por las presiones del ambiente, ya que éstas apenas pueden ser eludidas.
Viene esto a cuento porque en aquel tiempo, tuvimos la suerte de dar con un libro, cuyo autor no recuerdo, pero no era menos “experto” que todos los demás-. Hablaba del desarrollo y cuidados de los niños menores de dos años, con un entusiasmo que no empañaba su rigor de pediatra y psicólogo infantil. Las conclusiones finales de aquel libro eran dos: la primera, que es imprescindible dignificar y reivindicar el atractivo, la trascendencia, la envergadura y la repercusión individual y social de la dedicación a cuidado y educación de los bebés; la segunda, que todo lo que había analizado y recomendado en su libro podría haberlo dicho una madre inteligente que hubiera educado a cuatro o cinco hijos. Como ya oigo la queja por lo obsoleto de la segunda conclusión, diré solamente que el libro se escribió en una época en la que no existían, ni siquiera se concebían los permisos de paternidad, pero sí eran ya muy infrecuentes las familias de más de dos hijos. Por lo tanto, el experto autor del libro, sin segundas intenciones, remitía a quien él consideraba el verdadero experto, más experto que él mismo: una persona no teórica, una persona que hubiera bregado con la realidad, una persona inteligente que hubiera criado a unos cuantos niños; por ejemplo, las abuelas de entonces.
Desde hace no menos de cien años, pero singularmente en las últimas décadas, a los docentes se nos abruma con una figura que a buen número de nosotros se nos ha hecho antipática, y que debería admitir haberse ganado con denuedo y empeño esa antipatía, el experto en lo nuestro: el pedagogo.